viernes, 10 de enero de 2014

"Puta".

Al leer ese adjetivo desagradable (que me describía a la perfección) en mi agenda, empecé a llorar. No porque me dolía, sino porque era cierto. Me senté en el borde de la cama, alargué el brazo hasta el cajón de las braguitas y lo abrí. Con el dedo índice de mi mano derecha hice un recorrido por debajo de los calcetines (sí, era el cajón de las braguitas, pero también guardaba calcetines) hasta notar como se me clavaba levemente la hoja de la cuchilla en la punta de los dedos. La cogí y empecé a pasarla levemente por mi muñeca, como si de un baile de Tchaikovsky se tratase, el dolor era el chico que cogía por los hombros a la chica, mi muñeca. La clavaba poco a poco, hasta que ya no soportaba más dolor, no sentía mi pulso y mi boca empezaba a temblar de una manera preocupante. Ya casi me había olvidado de esa profunda y desgarradora tristeza, así que paré.
   La sangre me resbalaba desde la muñeca hasta el dedo anular, donde acababa muriendo en el suelo y, tal vez, iba a un lugar mejor. Entonces volví a esconder ese utensilio que, por mucho dolor que me causaba, tanto me ayudaba.
    Fui al lavabo para darme un baño y desvanecer esos ríos de sangre que corrían por mis dedos. Me escocía mucho. Muchísimo. Pero ya no lloraba por lo que había sucedido, sino por el dolor que me provocaban los cortes. Abrí el grifo hasta que la bañera se llenase de agua ardiendo, para compensarla con el frío que se producía en mi interior. Me metí dentro y dejé que las heridas hicieran buenas migas con el agua. Hundí mi cabeza e intenté aguantar la respiración hasta no poder más. Treinta y ocho segundos hasta que empecé a notar que mi corazón bajaba de ritmo. -Aguanta más, tú puedes- Me dije a mi misma, pero, inconscientemente, salí a respirar. Puede que ese impulso fueran las ganas de vivir, no lo sé.
     Corrí hacia el armario para coger una chaqueta. Sí, ese día hacía mucho calor. Sí, estábamos en pleno verano y el suelo quemaba como si de un momento para otro fuese a abrirse una brecha en el suelo y saliese el mismo Satanás de ella. Pero sí, me avergonzaba mostrar mi cobardía.

miércoles, 8 de enero de 2014

Querida tú (o de cómo Orfeo perdió a Eurídice).

Hacía tiempo que quería escribirte, pero las sonrisas tontas y los lametones en su cara me lo han impedido.
     Y es que he empezado a reflexionar sobre muchas cosas: que si le quiero más que Psique a Eros, que si puedo hacer ahora mismo la maleta e irme para no volver, que si los lunares de mi cuello crean una pequeña constelación (con su mito griego detrás de ella) o que si podría aguantar un día sin un achuchón de esos que rompen costillas pero me dan tanto la vida.
    ¿Por qué perder mis manos en su cabello no se me hace suficiente? ¿Por qué cuando dice 'te quiero' en mis labios, siento que el mundo se me hace pequeño y se reduce a él?
    Que recorrer su cuello con mis dedos es infinito, dejarme olvidado el carmín en su mejilla derecha es impreciso y que me toque la punta de la nariz con la lengua después de lamerse los labios es romperme por dentro. Pero luego me limpia con su manga (¿o soy yo la que lo hace?) y estallamos a carcajadas y a besos y a caricias y a yo-qué-sé.
    Y cómo dice la canción "y tengo que romperme en mil pedazos para dormir cuando no estés", porque no estás (de momento) ¡de momento! Pero, de momento, he de dormir. Ya llegarán esas noches infinitas buscando amaneceres rosas y violetas y naranjas y amarillos, besando las estrellas -las de tu cuerpo- y formando dibujos con ellas como si fuera una niña otra vez.
   
     Y es que ya van mil millones las veces que me he perdido en tu sonrisa y van novecientas noventa y nueve las que no sé como encontrar la salida (y te aseguro que si la encuentro, pienso tapiarla con tablones de madera).